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Por Guillermo Apdepnur

El Vaticano selló oficialmente la residencia del Papa Francisco en el Palacio Apostólico, marcando el inicio del período de luto y el fin formal de su pontificado. Con una cinta roja y el sello de cera papal, el acto fue encabezado por el camarlengo como parte del protocolo que declara la sede vacante tras la muerte de un pontífice.

Ciudad del Vaticano. — Rodeado del amor de sus fieles y aferrado hasta el último suspiro a su misión pastoral, el Papa Francisco falleció este lunes a los 88 años, dejando un legado imborrable de cercanía con los más pobres, lucha contra la desigualdad social y defensa incansable de la dignidad humana.

En sus últimos meses de vida, Jorge Mario Bergoglio, el primer Papa latinoamericano de la historia, mostró signos de debilitamiento físico tras una larga hospitalización por neumonía. Estuvo internado entre el 14 de febrero y el 23 de marzo, y aunque su estado de salud generó preocupación, el pontífice sorprendió al mundo al retomar gradualmente sus actividades públicas.

El 6 de abril, apenas dos semanas después de recibir el alta médica, apareció sorpresivamente tras una misa dedicada a los enfermos en la Plaza de San Pedro. Fueron gestos que conmovieron al pueblo católico y que ratificaban su voluntad de continuar «hasta el final», como él mismo había expresado en reiteradas oportunidades. En los días siguientes, se lo vio en apariciones improvisadas, sin protocolo, cruzándose con fieles que lo filmaron y compartieron esos encuentros en redes sociales. El 9 de abril recibió a los reyes del Reino Unido, Carlos III y Camila, y al día siguiente recorrió la Basílica de San Pedro, donde supervisó personalmente las obras de restauración.

Uno de sus últimos actos públicos cargados de simbolismo fue la visita a una prisión romana el Jueves Santo, el 17 de abril. Allí, con visible cansancio pero con el alma intacta, saludó uno por uno a setenta reclusos. Se dejó besar las manos, les ofreció regalos, y cuando los periodistas le preguntaron cómo vivía la Pascua, respondió con una sonrisa: “¿Cómo puedo?”.

El domingo de Pascua, el Papa recibió brevemente al vicepresidente estadounidense y luego se asomó al balcón de la Basílica de San Pedro para impartir su bendición Urbi et Orbi, pronunciada con una voz debilitada pero firme. Esas palabras, deseando una feliz Pascua, serían las últimas que se escucharían públicamente del líder espiritual de más de 1.200 millones de católicos.

Francisco se despidió del mundo como vivió: entre la gente. Su último “baño de multitudes” fue a bordo del papamóvil, saludando a la multitud y bendiciendo a bebés en la Plaza de San Pedro. Fue el cierre de un pontificado de doce años profundamente transformador.

Durante su papado, Francisco puso en el centro de su misión los problemas estructurales de la humanidad: la pobreza, la exclusión, el hambre, el cambio climático y la corrupción. Su compromiso con los descartados del mundo fue inquebrantable. Enfrentó poderes económicos y políticos, denunció con firmeza la desigualdad social y llamó a construir una “Iglesia en salida”, una Iglesia que no le dé la espalda a los que sufren.

Hoy el mundo despide no solo a un Papa, sino a un símbolo de esperanza y de justicia. Un hombre que eligió llamarse Francisco en honor al santo de los pobres, y que honró ese nombre con cada paso que dio. Hasta el final.