En la historia argentina, hay figuras que trascienden su tiempo no por el poder que acumularon, sino por el alma que dejaron en el camino. Raúl Alfonsín, el padre de la democracia recuperada, y Jorge Bergoglio, el papa Francisco, el pastor del fin del mundo, caminaron sendas distintas pero guiados por una misma brújula: la dignidad del ser humano.
Alfonsín supo decir, con firmeza y esperanza, que “con la democracia se come, se cura y se educa”. No fue solo una promesa de campaña: fue un mandato ético en medio de las ruinas que dejó el terror. Francisco, desde Roma, gritó al mundo que “esta economía mata”, y recordó que sin justicia social no hay fe que se sostenga.
Uno empuñó la Constitución, el otro, el Evangelio. Uno construyó república; el otro, fraternidad. Ambos entendieron que la política y la religión, cuando se despojan de privilegios, se vuelven servicio. Ambos se enfrentaron a poderes que preferían el silencio o la comodidad. Y ambos eligieron hablar.
Hoy, mientras el mundo despide a Francisco, el eco de Alfonsín parece resonar con más fuerza. Porque en tiempos de confusión y fragmento, sus palabras vuelven como faro. Porque la historia los recordará no por sus títulos, sino por su coraje para decir lo que debía ser dicho. Y porque, en el fondo, los dos fueron —y seguirán siendo— la voz de una conciencia colectiva que se niega a rendirse.
Guillermo Fabian Apdepnur